—¡Puaj! ¡Esto no son más que nervios huesudos! —se quejó Tobías al echar un bocado a la ardilla roja que acababan de asar—. Además, huele a carne añeja. Donde esté una buena pierna de cordero como las que robábamos de las cocinas de La Gran Cruz… Aunque solo fueran sobras.

—Dentro de dos lunas podremos comer corderos enteros —dijo Caleb mientras se acercaba el espetón a la boca para tirar de la nervuda carne con los dientes.

—Sí, con ajo y muchas hierbas. O mejor, con salsa de granadas. Y de postre, rosquillas de fruta. —Tobías se relamió el labio superior mientras imaginaba la escena—. ¿Ya has decidido por dónde atacaremos?

—He descubierto que el tesorero regio de Trinidad suele tomar la Ruta del Vino para hacerle llegar los pechos al rey.

—Debe de tener una muy buena razón para desviarse tanto —observó el otro.

—Sí, no creo que los viñedos sean la causa… En todo caso, va escoltado por varios guardias, como es de esperar. Pero no será un problema para nosotros.

—Estoy seguro de ello. En cuanto vean quiénes somos saldrán huyendo. —Tobías dejó escapar una sonrisa ladeada.

—Nos esconderemos en el bosque Gris hasta que llegue el momento. Mañana partiremos hacia allí con la primera luz del alba.

Se alzó un poco de viento y el fuego chisporroteó alegremente iluminando las pupilas de ambos. De pronto se oyó algo. Era parecido a un gruñido, pero apenas llegaban a distinguirlo porque se fundía en el aire y, para cuando alcanzaba sus oídos, se había convertido en un leve susurro. Tobías se puso en pie llevándose la mano a la empuñadura de su mandoble.

—¿Quién anda ahí? —preguntó con la voz crispada.

Caleb dejó de comer y escuchó atento, pero ahora solo se oía el crepitar del fuego y el sonido de los grillos arañando la quietud de la noche con el tembleque incesante de sus alas. Al barrer el pequeño claro del bosque con la mirada, no vieron más que tejos negros cerniéndose sobre ellos bajo la luz de la luna ichtheña.

—Habrá sido un oso pardo. En bosque Frío hay muchos —dijo Caleb, impertérrito.

Hincó los dientes en la ardilla una vez más antes de extender el espetón hacia su compañero de tropelías. El otro examinó con gesto crítico lo que quedaba del diminuto saco de huesos ensartado y se dejó convencer.

—Seguramente —dijo mientras volvía a sentarse y tomaba la varilla. Le dio un mordisco desganado y masticó con dificultad—. Entonces, ¿iremos bordeando el golfo del Medio?

—Es lo mejor. En esta época del año la ruta del Travesaño está atestada de comerciantes. No queremos que…

—¿Qué es ese olor tan dulce? —le interrumpió entonces Tobías con el ceño fruncido—. Huele como a… almizcle.

Caleb olfateó el aroma fresco y delicado que había embriagado el aire.

—Deben de ser los hibiscos. Cuando se levanta el viento pueden percibirse en media milla a la redonda. Eso si tienes buen olfato, claro. Yo apenas alcanzo a olerlos. —Se recostó sobre un tejo con la serenidad de un perezoso y la empuñadura de su espada apoyada contra el tronco.

—No puede ser. Los únicos hibiscos que hay en este bosque están al otro lado, a buen resguardo de las heladas de Invierno.

—Pues al parecer no son los únicos —dijo después de bostezar sonoramente y arrebujarse en las pieles para protegerse del aire gélido. El bosque estaba situado cerca de la marca Estacional pero todavía no habían alcanzado la zona más cálida. Al menos ya habían dejado atrás las nevadas—. Te aconsejo que no le des más vueltas. Es tarde y debemos descansar. Mañana ultimaremos los detalles del plan.

De pronto oyeron un rugido estruendoso y Caleb se incorporó como un resorte.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó, por primera vez alterado.

Alargó la mano para alcanzar la espada, pero ya era demasiado tarde.

En ese preciso instante un enorme gato daga emergió por detrás de Caleb como una gacela furiosa. Tobías se quedó estupefacto. Era más grande incluso que un tigre. Reaccionó en seguida poniéndose en pie de un salto y agarró su mandoble sujetándolo firmemente con ambas manos para proteger a su compañero. Pero antes de que pudiera socorrerle, la terrible bestia aterrizó sobre la garganta del antiguo comandante regio y le clavó una dentellada con sus incisivos colmillos. Colocado en posición de defensa, a Tobías empezaron a temblarle las manos mientras observaba con horror la cabeza del que fuera Caleb segundos atrás. La mordedura le había perforado la mandíbula dejándola dolorosamente irreconocible. Además, se había desprendido del pescuezo y ahora oscilaba boca abajo frente a él, pendiendo únicamente de un fino pellejo.

Tobías se quedó paralizado. ¿Era sensato atacar a aquella fiera, teniendo en cuenta que la vida de su mentor ya estaba perdida? Pero ¿qué importaba eso? Se lo debía. En honor a la dedicación con que le había instruido, a la amistad que le había profesado y que había unido sus caminos durante los últimos años. Avanzó dos pasos con la espada en alto dispuesto a morir en el intento, si esa era la voluntad del Dios de los Tres Cielos. Pero, justo cuando iba a lanzar una estocada, ocurrió algo inesperado. El tigre soltó a su presa y alzó la mirada hacia la luna que coronaba la noche y que, de pronto, había adquirido un color carmesí, como el de la sangre que goteaba de su hocico.

El hombre cruzó la mirada con los ojos ausentes del cadáver retorcido en el suelo mientras el animal dejaba ir un alarido muy similar a un aullido lobuno. Solo que este sonido era desgarrador y mucho más vigoroso que el de un lobo, por lo que tuvo que retroceder y taparse los oídos para que no le reventaran. Sin duda aquel lamento debía de haber traspasado los límites del bosque.

Cuando la fiera terminó de aullar, se encogió sobre sí y empezó a crisparse entre gemidos menos estridentes, aunque igualmente lúgubres. Tobías no entendía lo que ocurría, pero viéndole en una posición tan indefensa supo que era un buen momento para atacar.

Se adelantó con paso decidido y le lanzó un tajo en el cuello con tal ímpetu que inmediatamente después cayó de rodillas al suelo. Tenía la sensación de haberlo decapitado y, aun así, apenas había logrado que se inmutara. Además, la hoja de su mandoble se había partido en dos, perdiendo la mitad de su longitud. Al ver que había fracasado, Tobías se estremeció temiendo por su vida. Pero el felino se limitó a elevar la cabeza con solemnidad y mirarle fijamente con unos ojos dorados que parecían rasgar la noche. El antiguo soldado regio se quedó perplejo al darse cuenta de que los tenía húmedos e incluso enrojecidos, tal que si hubiera estado llorando como hacían los humanos.

Fue entonces cuando lo vio. En las pupilas del animal había algo. Soltó el arma rota y se acercó a él como cautivado por un hechizo. De pronto ya no le atemorizaban sus fornidas zarpas, ni sus dientes afilados y finos como mortíferas dagas.

A pesar de que la imagen era muy reducida, podía verla con absoluta claridad. Se trataba de un hombre; probablemente, de alta alcurnia porque vestía con ropajes caros: calzas de seda, y pantalones hasta la rodilla bajo una túnica y manto de telas brillantes decoradas con bordados de hilo rojo. Sin embargo, tenía un aspecto andrajoso y avanzaba hacia él con las dificultades de una persona herida o anciana. Llevaba las manos extendidas en un gesto de solicitar auxilio, como si pudiera verle a través de las pupilas del felino. A Tobías le conmocionó la imagen.

De pronto, el animal cerró los ojos y el hechizo de sus pupilas dejó de surtir efecto. El antiguo soldado dio varios pasos hacia atrás con mucho sigilo para no alterar la súbita apacibilidad de la fiera, aguantando la respiración cada vez que las hojas secas crujían bajo sus pies. Cuando estuvo a una distancia considerable, dio media vuelta y emprendió su huida.

Casi sin ver, se dirigió hacia la orilla del mar Prieto con la esperanza de que el gato daga siguiera ensimismado o que, en su defecto, sintiera algún tipo de reticencia por abandonar su hábitat en el bosque Frío. Corrió y corrió como alma que lleva el diablo volviendo la vista atrás cada diez pasos para comprobar que no le pisaba los talones, esquivando los gruesos troncos de los tejos negros que se interponían en su camino. Hasta que olió la sal de las aguas que desembocaban en el mar Prieto procedentes del gran mar Atroz y sintió cierto alivio. Estaba a punto de conseguirlo.

Con todo, antes de que pudiera salir del bosque, tropezó con una raíz y cayó rodando. Permaneció tendido en el suelo boca arriba. Apenas fueron unos segundos, pero suficientes para quedar aturdido con el perfume almizclado que de pronto empezaba a fundirse con el salado. En esta ocasión pudo apreciar también un toque de otro aroma que no supo reconocer, a pesar de que le resultaba familiar. Observó la luna y las estrellas refulgiendo en la oscuridad y rogó al Dios de los Cielos que velara por su alma. Alcanzó a ver la fiera abalanzándose sobre él. Y también a Caleb atrapado en sus pupilas.

Raquel Huete Iglesias, © 2020
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