—Ha llegado el momento. Acercaos —ordenó el konungr Svend el Severo desde la cima del montículo.

Una hilera de muchachos inició la marcha al ritmo del cayado mágico de la völva,

quien permanecía junto al rey golpeando el suelo con porte hierático. Cuando los candidatos llegaron a lo alto, envolvieron a ambos en un círculo. La luz plateada de la luna se desparramaba sobre el gran altar a través de la boca de Hull, requisito imprescindible para llevar a cabo la ceremonia.

—Bienvenidos, guerreros de los dioses —les saludó el rey mientras giraba lentamente sobre sí mismo para verlos a todos—. Como bien sabéis, vuestro pueblo os necesita. El Refugio Sombrío no ha sufrido tal desolación desde los tiempos del kongungr Haakon el Taciturno, cuando la sequía yermó el montículo de la Luna mermando nuestras gentes hasta límites inimaginables. —Entonces alzó bien la voz para que todos los asistentes pudieran oírle desde el pie de la loma—. ¡Pero la amenaza ha regresado a nuestro hogar! En esta ocasión el agua fresca sigue abriéndose camino hacia el lago Cavernoso y los pocos arbustos del montículo continúan dándonos frutos, pero hace tiempo que apenas logramos pescar. Debemos solicitar ayuda a la tríada Vanir para que los peces vuelvan a llenar nuestras aguas. Y también a nuestra diosa Hull, para que siga protegiéndonos en esta oscura morada de la Gran Batalla que se libra allá arriba.

El rey elevó la vista hacia la boca de Hull, el único agujero en el techo que les permitía hacerse una idea de lo que sucedía a diario en el exterior. Al volverse de nuevo hacia los candidatos, se cruzó con los ojos de Eirík, su primogénito. Tenían una mirada solemne, pero conocía a su hijo a la perfección y comprendió que también traslucían un aire asustadizo.

—¡Debéis manteneros fuertes y firmes si queréis ser dignos de los dioses! —exclamó con un gesto digno de su apodo.

Un leve gemido le turbó el oído. Provenía de un muchacho menudo y enclenque situado justo al lado de su hijo. Eirík trataba de reconfortarle con disimulo, puesto que ambos solían compartir ratos de juego y eran buenos amigos, pero el chico seguía temblando como un pez agonizante por falta de agua. Al konungr Svend le molestó que a alguien se le ocurriera luchar por una vida que de todos modos ya estaba extinguida; una actitud tan egoísta podía hacer que el pueblo entero sucumbiera.

—Este es el mayor de los honores —dijo dirigiéndose a todos los candidatos—. Bien sabéis que vuestro destino es envidiado por todos los que vivimos en el Refugio Sombrío, condenados a morir de hambre o de enfermedad. O peor aún, de vejez.

Esperó a que su primogénito asintiera con firmeza, y entonces, solo entonces, extendió un brazo para dar paso a la ceremonia.

—¡Hull, nuestro pueblo te invoca! —exclamó la völva mientras alzaba el cayado hacia el cielo tachonado de estrellas que se vislumbraba junto a la luna a través de la adorada boca de la diosa—. Nos postramos esta noche ante ti para entregaros la mayor de las ofrendas: ¡La sangre más preciada! ¡La carne de nuestros primogénitos! ¡Acude a nuestra llamada para señalar al elegido!

La völva tomó un pequeño saco de cuero y lo agitó con fervor mientras seguía recitando:

—¿A quién deseas a tu lado en la Batalla Final? Elige quién habrá de vivir en Gimle, cuando todo termine, para saciarse de cualquier placer durante toda la eternidad.

Luego, vertió el contenido del saco en el suelo.

Varias piedras menudas cayeron esparcidas sobre el terreno arenoso del montículo. La völva se agachó y las escudriñó para comprobar los trazos angulosos que las decoraban. Inmediatamente recogió la que había caído más cerca del chico enclenque.

—¡Ár! —exclamó la anciana mientras se la mostraba al rey. Él recibió la noticia con cierta gratitud. Los dioses no reclamaban a su chico por el momento—. ¡Hull ha hablado! La runa de la prosperidad recae sobre Rainer, hijo de Olsen. ¡Que se cumpla la voluntad de la diosa del Abismo!

Eirík tomó la mano de su amigo y se la apretó con fuerza. Seguidamente se volteó hacia su padre y le clavó sus ojos suplicantes, desgarradores. Al konungr le invadió la indignación. ¿Le estaba implorando que detuviera la ceremonia? Todo el mundo sabía que cuando Hull hablaba, nadie podía hacer nada; ni siquiera él.

—¡Que se cumpla la voluntad de la diosa del Abismo! —bramó dirigiéndose a su pueblo.

—¡Que se cumpla! —repitieron los demás, embravecidos.

Todos allá abajo parecían esperanzados por la elección de la diosa. Todos, excepto los padres del elegido, que se mantenían inmóviles, inertes como una hoja seca. Debían ser fuertes por el bien de su pueblo.

—¡Un momento! —se alzó una voz de pronto a la espalda del monarca—. ¡Reclamo para mí la elección de Hull!

El rey sabía perfectamente a quién pertenecían esas palabras, pero de buena gana hubiera ofrecido a los dioses el poco pescado salado que quedaba en todo su reino subterráneo a cambio de no haberlas oído nunca.

—¿Qué demonios dices, Eirík?

—Quiero ocupar el lugar de Rainer. Lucharé al lado de los dioses en la Gran Batalla.

—¡Imposible! —objetó el rey, desconcertado—. Solo Hull puede señalar al elegido para la prosperidad. ¡Siempre se ha hecho así y así debe seguir haciéndose hasta el fin de los tiempos!

Buscó el apoyo de la anciana völva, pero ella se limitaba a mirar al suelo. Había reunido las runas y acababa de arrojar las suertes por segunda vez después de removerlas en su saco de cuero.

—Geƀō y Wunjō—dijo la anciana, alzando sus ojos de ciruela arrugada—. Los dioses se alegran del ofrecimiento del príncipe.

El rey se quedó sin habla durante un instante. Trataba de mantenerse sereno, pero sentía que el estómago se le retorcía con los espasmos de una culebra. Aun así, era plenamente consciente de su deber, así que tomó aire y se dirigió una vez más a su pueblo.

—¡Que se cumpla la voluntad de los dioses! —rugió mientras volvía a buscar allí abajo a la pareja de progenitores del muchacho endeble.

No le costó encontrar sus cuerpos flacuchos abrazándose entre el gentío. Los miró con desprecio. Un padre tan frágil no podía más que engendrar temor y traición. Su príncipe, en cambio, se ofrecía a ocupar el lugar del elegido; sin duda, habría sido un digno heredero del reino.

Eirík se adelantó unos pasos y se tomó de un solo trago el elixir que le ofreció la anciana hechicera; un brebaje elaborado específicamente para ayudarle a transitar al mundo de los dioses. Luego extendió los brazos. El sacrificio encarnado debía dar comienzo.

Una vez sujeto al altar de pies y manos, el konungr observó la desoladora imagen con aspereza. Su chico había fijado la vista en la boca de Hull de forma que la luna le bañaba los ojos. Pero sus pupilas parecían brillar con luz propia, como si echaran chispas. Los labios también le temblaban a pesar de su ostensible empeño en mantenerlos a raya. Sin duda, la poción había empezado a surtir efecto y, ahora que le veía así, empezaba a dudar de su propia capacidad para cumplir su cometido. Pero era el líder del Refugio Sombrío, no le quedaba más remedio que reunir el coraje que fuera menester. Se aferró a la empuñadura de su espada e hizo de tripas corazón para solicitar a la völva que convocara a los tres Vanir que debían presenciar el sacrificio al lado de la diosa del Abismo.

—Oh, dioses de Vanaheim —dijo la anciana—. Niord, dios de la tierra fértil y de la pesca, Freyr, dios de la lluvia y verdor de la tierra, Freya, diosa de la felicidad y de todas las cosas buenas, acudid a nosotros para beber junto a Hull la sangre de nuestra sangre.

Entonces la hechicera talló la runa Raiđō en su cayado y se realizó un corte en el brazo para que su sangre llenara la hendidura. De esta forma solicitaba a los dioses que el viaje del príncipe fuera breve y agradable. En cuanto terminó, lo acercó a los labios del chico para que besara el grabado como muestra de su consentimiento. Luego hizo una señal al konungr para que procediera con la ejecución.

Svend el Severo tomó aire mientras desenvainaba su espada y la alzaba por encima de su cabeza. La ley dictaba que debía observar el centelleo de la luz argéntea reflejada en su filo antes de lanzar el mandoblazo, pero no alcanzó sino a verlo de soslayo. Prefirió despedirse de los ojos del príncipe antes de que sus párpados se abatieran sofocados por el embrujo del brebaje. Justo en ese momento se estremeció y un ligero traqueteo empezó a adueñarse de sus piernas.

—¡Diosa del Abismo y dioses de Vanaheim! —gritó con la voz quebrada—. ¡Aceptad esta ofrenda en nombre de nuestro pueblo a cambio de volver a llenar nuestro lago de sustento! —Y aunque no era lo que la tradición exigía en este tipo de sacrificios, añadió algo más con la esperanza de que los dioses cambiaran de idea—: Pero antes de proceder, ¡enviadnos una señal si no requerís de este ofrecimiento para oír nuestras quejas y consolar nuestro apetito! —imploró con los ojos trémulos, enrojecidos de espanto.

La anciana le lanzó una mirada reprobatoria pero el rey hizo caso omiso. Por primera vez en la vida, se debatía entre su deber y su voluntad. Lo único que le importaba ahora mismo era ganar algo de tiempo para idear la forma de resolver su tremebunda encrucijada. No obstante, nada sucedió. De modo que no tenía más elección que encomendarse a los dioses. Asió su espada temblorosa con toda la fuerza que fue capaz de reunir y cerró los ojos dispuesto a hendir la blanda carne de su hijo con su hoja oxidada.

Entonces el tembleque de sus piernas se intensificó hasta el punto de hacerle perder el equilibrio. Cayó de espaldas. La turbación de la costalada le hizo pensar que debía de estar delirando. ¿Acaso alguien había osado derribar al konungr de los drageöks? Oyó gritos, exclamaciones, llantos. Cuando alzó la vista advirtió que no era el único que yacía en el suelo. Los niños de los dioses que no habían resultado elegidos se agolpaban a los pies del altar con el gesto contraído. El niño enclenque gimoteaba mientras trataba de protegerse la cabeza, como si temiera que la boca de Hull estuviera a punto de derrumbarse sobre él. La völva anciana también observaba con estupefacción. Un extraño poder se había adueñado de todo el Refugio Sombrío provocando violentas convulsiones en el techo que también zarandeaban el suelo.

—¿Qué sucede? —gritó, desconcertado, por encima del estruendo.

Tan solo el cielo accedió a escupirle una réplica cuando un bulto ingente y robusto cayó desplomado a escasos pies de donde se encontraba. Svend el Severo retrocedió instintivamente. Se trataba de una masa peluda y chirriante, un animal de cabeza grande y hocico estrecho que se retorcía mientras arruaba tratando de ponerse en pie.

Al cabo de unos instantes, la fragorosa sacudida se alejó al fin permitiendo que la calma volviera a adueñarse del Refugio Sombrío, aunque no de sus habitantes. Estos observaban con temor el monstruoso jabalí que seguía arruando intensamente bajo la luz nocturna, malherido y, probablemente, también atemorizado. El rey comprendió en seguida que la boca de Hull le había engullido cuando avanzaba en estampida junto a su jauría tratando de escapar de algún peligro. Así que no se lo pensó dos veces. Agarró la espada oxidada que había quedado tendida en el suelo y se puso en pie.

—¡Los dioses han hablado! —exclamó con los pulmones llenos de gratitud—. Han oído nuestra súplica y nos envían la protección de Hildisvíni. Celebrémoslo, pues, por todo lo alto calmando nuestros estómagos con su carne. ¡Por Hull y por los tres dioses!

—¡Por Hull y por los tres dioses! —repitió el pueblo con gran fervor.

Entonces Svend el Severo atravesó al animal de una estocada letal y observó reconfortado la sangre, casi negra a ojos de la luna, derramándose a borbotones sobre el montículo sagrado.

 

Raquel Huete Iglesias, © 2021
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