—¡No vale! ¡Esa no se ha metido en el sapo! —exclamó Jonatán.

—Sí se ha metido —dijo Dara—. Lo que pasa es que se ha colado por debajo y no lo has visto.

—Ni hablar. No intentes tomarnos el pelo, niñata —respondió el primero, indignado, antes de dirigirse a su amigo—. Tu hermana es una tramposa.

Saúl dedicó una mirada de reproche a su hermana pequeña. ¿Por qué había tenido que estropearlo? Con lo que le había costado convencer a su amigo de que la dejara jugar con ellos a las tabas.

—La verdad es que no lo he visto bien —se excusó.

—Pues yo sí, y te digo que esa taba no se ha metido. Esta niña es demasiado torpe para jugar al salto del sapo. Y nosotros ya hace años que superamos la etapa de los Unos y los Doses. No me apetece aburrirme.

—No soy torpe —se defendió Dara mientras volvía a lanzar el hueso al aire como si nada. Antes de que el pequeño astrágalo aterrizara en su mano, logró introducir la última taba en el hueco de su mano contraria y dejó escapar una sonrisa de satisfacción—. Ya está, he ganado.

—Así, cualquiera —le reprochó Jonatán—. No juego más contigo. ¡Tu hermana es odiosa! —gritó furioso hacia Saúl. Entonces cogió las tabas de un puñado y las tiró contra el empedrado del mugriento suelo.

—¡No soy odiosa, imbécil!

—¿Qué es eso? —se extrañó Saúl de pronto.

Alzó la mano para que Dara y Jonatán dejaran de discutir por un segundo mientras aguzaba los oídos. Cuando la pareja por fin prestó atención, oyeron algarabía procedente de más allá del Callejón Oscuro. Más allá incluso de la Buzonera, en dirección al Camino de la Ascensión; gritos, improperios, bramidos que se atropellaban entre sí tratando de ganar protagonismo. Y también un repique de campanas inconfundible.

—¡Han atrapado a un hereje! —se alegró Jonatán—. Vamos al Camino, ¡rápido!

Los tres niños se levantaron de un salto. Aquel era un espectáculo poco frecuente que valía la pena disfrutar de principio a fin; sobre todo la parte del truculento desenlace.

Salieron del callejón Oscuro en un santiamén y descendieron por la calle de los Orines a gran velocidad con las cabelleras grasientas apenas ondeando al viento. Antes de llegar al Camino de la Ascensión se dieron cuenta de que el carro del reo ya había pasado por su tramo, así que tuvieron que tomar el Atajo para desembocar en una parte del recorrido más avanzada. Por suerte, en esta ocasión llegaron a tiempo. La mayoría de los vecinos empezaba a acudir en masa al tañido de la gran campana que colgaba de la jaula para pregonar la captura del hereje. Pero todos los niños de la ciudad, ya fueran ricos o pobres, tenían el privilegio de poder acercarse al prisionero para contemplar en su rostro los terribles efectos del diablo. Así que la muchedumbre no era un problema para ellos.

—¡Ya viene! —exclamó Jonatán entre gritos y aullidos—. ¡Vamos a verlo!

Saúl y Dara siguieron a su amigo. Tuvieron que abrirse paso entre el público, que se hacinaba a ambos lados de la calle estirando el cuello para santiguarse con fervor a medida que el blasfemador les rebasaba. Cuando al fin atravesaron el gentío, ya se había formado una ristra de niños a la cola del carro. Encabezados por Jonatán, lanzaban insultos y maldecían a una mujer maltrecha que trataba de protegerse la cara con las manos. También golpeaban los barrotes y le escupían y le recordaban que iría al infierno. Mientras tanto, la mujer se doblaba sobre sí misma para sobrellevar la embestida. Era como si todos aquellos niños se hubieran convertido en ese gusano del vientre que, según había oído Saúl, se pudría de un día para otro provocando la enfermedad del costado.

—¡Venga! ¡Escupe! —le animó Jonatán en cuanto se hubieron unido a él.

Saúl se lo pensó dos veces. No era la primera vez que escupía a un reo. Sin embargo, por alguna extraña razón en esta ocasión se sentía diferente.

—¡Yo también quiero! —protestó Dara.

—Pues escupe, niñata —respondió Jonatán mientras seguían avanzando tras el carro en dirección a la plaza de la Justicia—. No necesitas el permiso de nadie para cumplir la voluntad del dios de los Cielos.

La niña movió los carrillos como si se estuviera preparando para lanzar un dardo gigante y, cuando hubo acumulado suficiente saliva, soltó un escupitajo digno de admiración. Los niños a su alrededor la ovacionaron al advertir que el salivazo aterrizaba sobre la cabellera de la delincuente e inmediatamente trataron de replicar su hazaña.

—No está mal —la felicitó Saúl.

—Ahora tú —dijo Dara—. ¡A ver si me superas!

El chico sonrió al pensar que probablemente llevaba tiempo practicando. Querría ganar uno de los torneos de babas que Jonatán y él solían disputar para comprobar quién escupía más lejos.

—Ni aunque hubieras lanzado un millón de escupitajos estarías lista para retarme.

Entonces se dispuso a iniciar la carga, pero algo le detuvo. La delincuente había alzado la vista y le miraba desafiante.

—Yo de ti me lo pensaría dos veces —le advirtió elevando la voz entre los gritos de la muchedumbre.

—O si no, ¿qué? —la retó el otro.

Ella acercó su sucia cara y se agarró a los barrotes para asomar una sonrisa ladeada. El sonido de los grilletes chocando contra el enrejado metálico le perturbó el alma.

—O si no, lo lamentarás antes de que caiga el sol. Igual que todo aquel que haya osado escupirme.

Fue entonces cuando Saúl sintió por primera vez un extraño nudo en el estómago. La mujer llevaba una espiral grabada en la barbilla; como si se la hubieran cincelado a fuego.

—Eres una serpiente negra…

—¡Cállate, puta! —dijo Jonatán al tiempo que le atizaba un golpe en los dedos. La mujer retiró las manos sin emitir ni un quejido. A Saúl le sorprendió que apenas se hubiera inmutado—. Los herejes no tenéis derecho a dirigiros a nadie, y mucho menos a exigir nada.

—¡Ni siquiera a los que vivimos en la Buzonera! —añadió Dara, que al parecer había decidido aliarse con su sempiterno enemigo.

El carro empezó a ralentizar el paso. Cuanto más se acercaban a la plaza, más gente se aglomeraba a su alrededor y esto dificultaba la marcha. Saúl dedicó una mirada severa a su hermana menor.

—No hables con ella —le ordenó de pronto.

—¿Por qué? —preguntó ella, extrañada.

—Porque lo digo yo.

—¿Qué te pasa? —exigió saber Jonatán—. ¿No me digas que te dan miedo las majaderas?

—Es una Serpiente Negra. Las Serpientes Negras siempre cumplen su palabra.

—No es más que una charlatana. Dentro de un rato lo único que quedará de ella será su cuerpo descuartizado expuesto en la picota, como dictan nuestros fueros con todos los herejes. Dime, ¿cómo va a vengarse de todos nosotros entonces?

—¡No lo sé! ¡Se supone que tienen poderes! —gritó Saúl.

—Sabes perfectamente que eso son solo cuentos de viejas. Entendería que tu hermana se las creyera, pero tú… Anda, escúpele. Ya verás como cambias de parecer.

Saúl clavó los ojos en la mujer. Seguía retándole con su terrible mirada punzante y una sonrisa endemoniada. Luego observó a Dara, que había escuchado la discusión con los ojos muy abiertos. Sin lugar a dudas estaba desconcertada, como si tratara de medir el nivel de gallardía de su admirado hermano. ¿O acaso de repente ya no le admiraba tanto?

—De acuerdo, lo haré —accedió al fin.

Pero justo cuando el chico se disponía a cumplir con su palabra el carro se detuvo.

—Vamos, ¡despojo humano! —gritó el guardia mientras abría la puerta de la jaula.

Saúl advirtió que habían llegado a la altura del cadalso. Ni siquiera recordaba haber entrado en la plaza de la Justicia. Observó a la rea por última vez antes de cruzarse con la mirada de su amigo, en cuyo rostro se traslucía un súbito aire de decepción.

—¡Venga! ¡No tenemos todo el día! —bramó otro guardia mientras agarraba a la hereje por los grilletes y tiraba de ellos con violencia.

Dos clérigos se sumaron a los guardias para iniciar el cortejo camino al tablado donde se había de administrar justicia. Allí les esperaba el alguacil mayor del rey para proceder a la exposición de los delitos.

—Por orinar sobre la cruz de Cristo, invocar a demonios, bailar con hadas, pactar con el Diablo y tomar pociones elaboradas por brujas para adquirir la fuerza de un animal maldito, todo en presencia de varios testigos que así lo aseguran, esta es la justicia que el rey nuestro señor ordena para esta hereje: habrá de ser ahorcada sin llevar los ojos vendados para que sea testigo de su propia agonía. Mas antes de alcanzar la muerte, será decapitada y descuartizada. Por último, la cabeza y los cuartos quedarán expuestos en la picota. Hágase pues la voluntad del rey nuestro señor para todos los herejes del reino. Que Dios se apiade de su alma.

Acto seguido, le quitaron los grilletes y le colocaron la soga al cuello. Luego tiraron del extremo lentamente mientras la mujer se elevaba en el aire hasta quedar suspendida a más de un metro de altura. La ciudad entera estalló a gritos. ¡Muérete! ¡Hija de Satanás!¡Que le corten la cabeza! La hereje empezó a patalear mientras emitía sonidos guturales. Solo cuando dejó de contorsionarse decidieron que había llegado el momento de bajarla. Tardó unos segundos antes de recuperar el aliento.

—¿Lo ves? —se burló Jonatán entre sonoras carcajadas. Dara también reía y aplaudía con fervor—. Si de verdad tuviera poderes no se dejaría matar, ¿no crees?

Saúl no podía creer que fuera tan fácil terminar con una Serpiente Negra.

El verdugo ascendió por la escalera del cadalso entre el rugido de la multitud. Al alcanzar el último peldaño, hizo una señal a los guardias para que apoyaran el pecho de la hereje sobre el mármol. Había llegado el momento de proceder a la decapitación, a pesar de que la mujer seguía medio inconsciente.

Cuando el verdugo alzó el mandoble por encima de su cabeza, la luz del sol se reflejó en su filo y Saúl sintió un pellizco en el estómago. ¿Por qué diablos estaba tan nervioso? El hombre arrojó el arma contra la nuca de la rea. A partir de ahí las fatalidades se fueron precipitando una tras otra.

La mujer se puso en pie de un salto arrastrando consigo a los dos guardias que le sujetaban las muñecas. Era como si de pronto hubiera adquirido una fuerza sobrehumana. Uno de ellos fue a chocar contra el mármol y lanzó un aullido de dolor que se ahogó en un estruendo. Había terminado con un brazo rebanado, víctima del mandoble ejecutor. El público se estremeció. El alguacil y los dos clérigos huyeron despavoridos. Colérico, el verdugo corrió hacia ella. Pero la mujer había tenido tiempo de adueñarse del mandoble del mutilado y ahora detenía sus estocadas, además de las del segundo guardia, con una destreza extraordinaria. Las espadas chocaron durante escasos minutos. Hasta que dio varios giros sobre sí misma y dejó a ambos sin cabeza. Luego trepó por el muro de una de las casas y desapareció tras su tejado.

—¿Qué demonios ha pasado aquí? —preguntó Jonatán, confuso.

—No lo sé, pero está claro que la Serpiente Negra nos ha engañado a todos. Podría haber escapado en cualquier momento.

—Entonces, ¿por qué se dejó atrapar? —quiso saber Dara.

—Eso no importa. Vámonos ahora mismo —respondió, apremiante. Y la tomó de la mano para arrastrarla consigo, dejando a Jonatán atrás con gesto perplejo—. Tenemos que esconderte cuanto antes.

—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? —preguntó la niña mientras daba zancadas.

—Le has escupido —dijo con la mirada fija al frente—. Vendrá a por ti antes del ocaso.

 

Raquel Huete Iglesias, © 2021
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