Mi señor padre ha renegado de mí toda su vida. Posiblemente porque no me concibió con su consentimiento. El maesse Uziel, quien me honró ejerciendo de mi tutor hasta que cumplí la mayoría de edad, me contó que tuvieron que engañarlo para que yaciera con mi señora madre. Al parecer, a duras penas soportaba compartir con ella la misma estancia pues encontraba su rostro demasiado parecido al de un caballo.
Una noche, le vendaron los ojos y lo llevaron a tientas hasta una de las alcobas del castillo con la promesa de que una joven y bellísima cortesana aguardaba su llegada furtiva. Sin embargo, la honorable dama solo complacería los deseos de su majestad si este prometía no retirarse las vendas, puesto que era demasiado vergonzosa como para revelar su desnudez. Poco sabía el rey que en realidad era su esposa quien le esperaba entre las sombras. Tenía las piernas abiertas y un deseo imperioso de engendrar al heredero de la Corona de Génesis.
Numerosas veces puse en duda la verosimilitud de esta historia. ¿Qué posibilidades existen de encintar a una mujer en un único encuentro carnal? No obstante, he de admitir que la voluntad de Dios, Nuestro Señor, a menudo resulta tan bondadosa como inexplicable. En cualquier caso, no importa lo que yo pensara sino lo que mi señor padre hubiera concluido de aquel fraude. Y no debió de sentarle demasiado bien, porque nada más dar a luz ordenó decapitar a mi madre y me entregó al maesse Uziel para que él se encargara de mi custodia.
En verdad me alegra haberme criado lejos de un ser tan deleznable. Al fin y al cabo, gracias a ello he encontrado el coraje de devolverle el favor cuando por fin ha llegado el momento.
Raquel Huete Iglesias, © 2020
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