Para la mayoría de las personas que vivimos en la gran ciudad, el silencio se ha convertido en poco menos que un lujo. Salimos a la calle por la mañana para dirigirnos al trabajo y nos sumergimos en el delirante frenesí del ruido ambiental: los vídeos que visualizamos en las redes sociales, las noticias de la radio, el rugido del motor de los coches, sirenas de ambulancias, el claxon y los gritos impacientes de los conductores malhumorados, el bullicio de la gente… Pero no nos paramos a pensar en que nuestros hijos también viven rodeados de ondas sonoras cuyos decibelios, según advierte la OMC (1), causan estragos en su salud física y mental.
En 2013, la revista Brain Structure and Function publicó un estudio (2) con resultados realmente interesantes. Expusieron a un grupo de ratones a diversos tipos de sonidos y a períodos de silencio para ver cómo estos afectaban a la actividad de sus cerebros. Descubrieron que cuando los ratones estaban expuestos a dos horas de silencio al día, sus cerebros desarrollaban nuevas células en el hipocampo (región asociada con la memoria, las emociones y el aprendizaje). No solo eso, sino que dichas células se convertían luego en neuronas funcionales del cerebro, lo cual es esencial para la salud óptima de este órgano. Es cierto que, a partir de la adolescencia, la neurogénesis en los humanos es limitada, pero por otro lado el silencio también predispone a una vida reflexiva, lo cual genera nuevas conexiones neuronales disminuyendo así el riesgo de padecer enfermedades como la depresión o el Alzheimer.
Nuestro cerebro aprovecha los momentos de descanso por la noche para asimilar todos los conocimientos que hemos adquirido durante el día (en mi anterior post “El subconsciente de nuestros hijos, ese gran desconocido” explico este proceso con más detalle). Una vez ha adquirido estos nuevos conocimientos del mundo exterior, el hipocampo reactiva ideas relacionadas con la imaginación y las capacidades cognitivas (atención, percepción, memoria, resolución de problemas, comprensión, creación de analogías, etc.). El silencio facilita este proceso, por lo que los niños que duermen en un entorno alterado por ruidos tienen más dificultades para consolidar nuevos aprendizajes. En cambio, un entorno silencioso promueve un cambio fisiológico que favorece el desarrollo de su creatividad y de su imaginación.
Según un estudio publicado en 2002 en la Revista Psychological Science (Vol. 13, No. 9), el exceso de información acústica provoca que el cerebro de nuestros hijos esté constantemente alerta. Cuando sus recursos de atención se agotan, empiezan a distraerse y encontrarse mentalmente fatigados. Los niños que viven en lugares muy ruidosos, como los aeropuertos, vías de tren o autopistas, tienen más dificultades para concentrarse, memorizar, tomar decisiones, resolver problemas o generar nuevas ideas. También suelen obtener peores calificaciones en lectura y desarrollar sus capacidades cognitivas y del habla a un ritmo más lento.
En cambio, el silencio, o en su defecto un ambiente con un nivel de información sensorial inferior al habitual, les ayuda a restaurar sus recursos de atención.
Cuando el silencio activa el hipocampo de nuestros hijos, sus emociones se regulan, y con ellas, su estado de ánimo. En consecuencia, sus niveles de cortisol disminuyen notablemente, y se regula su presión arterial y su circulación sanguínea en el cerebro. Disminuyen sus niveles de estrés y de tensión (tanto física como emocional), lo cual mejora sus hábitos de sueño y su calidad de vida. De hecho, el silencio es más efectivo incluso que la música relajante.
El médico e investigador Luciano Bernardi realizó un estudio, publicado en la revista Heart en 2006 (3), para analizar los efectos de los diferentes tipos de música en los sistemas cardiovascular y respiratorio. Cuál fue su sorpresa cuando, al introducir pausas de dos minutos entre las diversas muestras de canciones, se dio cuenta de que los indicadores de relajación se disparaban mucho más que con la música. Esto podría deberse a que estar en silencio hace que descansen las neuronas de la corteza auditiva y, con ello, las zonas del cerebro relacionadas con la atención.
El ruido activa la amígdala, que se encarga de alertar al resto del cerebro de posibles amenazas provocando la segregación de cortisol (conocido comúnmente como la hormona del estrés). Si la amígdala está en un estado de constante hiperactividad, el sistema inmunológico de nuestros hijos empieza a resentirse.
Por este motivo, el ruido perjudica la audición y la salud en general, provoca hipertensión, hipotensión, insuficiencia cardíaca, afecciones cerebrovasculares, enfermedades renales, trastornos digestivos y, cómo no, estrés, malestar y pérdida de sueño.
El silencio incrementa los niveles de endorfinas, neurotransmisores relacionados con la felicidad (puesto que crean una sensación de placer, calma y bienestar) y con la disminución del dolor físico y emocional.
En resumen, el silencio es un remedio natural contra el exceso de estímulos externos. No se trata de obligar a nuestros hijos a mantener silencio absoluto todo el día, sino de enseñarles a apreciar el inconmensurable valor que aporta una dosis diaria de tranquilidad. Porque en silencio dosificado, tanto los adultos como los más peques siempre salimos ganando.
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